viernes, 14 de enero de 2011

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

Debido a los diabólicos ataques contra la institución familiar, deseo consagrar el sermón de esta Fiesta de la Sagrada Familia a poner en claro algunas de las principales verdades en torno al matrimonio, así como refutar y condenar sus errores contrarios.

Dios Nuestro Señor instituyó la unión matrimonio con un doble fin: uno principal, la procreación y educación de la prole (ordenado en primer término al bien común); y otro secundario, subordinado al principal, ordenado al bien mutuo de los esposos.

La dignidad y el santo fin de la institución matrimonial siempre sufrieron los ataques de las pasiones de los hombres, que, a trueque de lograr sus satisfacciones, no han tenido reparo en atentar contra las notas esenciales del matrimonio, y en desarticular los fines santos a que Dios le destinó.

Estos ataques se realizaron por dos medios; los dos demoledores del fin y de la esencia del matrimonio.

Atentado doble, como veremos, por la desarticulación privada e individual del fin del matrimonio, y por la desarticulación pública y social de su esencia.

Pero quienes quieren no sólo destruir el Catolicismo, sino incluso arrasar la sociedad, conocedores a fondo de la psicología de las pasiones humanas, desde hace tres siglos repiten con táctica perseverante la ideología demoledora del matrimonio cristiano…

Para ello utilizan la cátedra (con una pseudociencia engreída; incluso la de clérigos, y hasta en los mismos documentos del Concilio Vaticano II y del magisterio posconciliar); la literatura (utilizando la ironía y la burla con habilidad diabólica); el teatro (degenerado por lo abyecto); el cinematógrafo y la televisión (simple pornografía viviente); la prensa en todas sus formas…

Desatadas las pasiones, sin normas en la inteligencia, sin barreras en la moral, el efecto es seguro: se arrollarán las notas esenciales del matrimonio, se desarticularán los fines que Dios le impuso.

Y la masa de católicos, envenenada por esa propaganda, que halaga a la animalidad, y sin la defensa del magisterio, perdió las normas de la doctrina y de la moral de Jesucristo y se va sumando, puede ser sin intención consciente pero con realidad espantosa, a la práctica de esas ideas y de esas normas enseñadas y divulgadas por los revolucionarios cuya finalidad es despojar al matrimonio de sus notas esenciales y cristianas.

La desarticulación privada e individual del matrimonio, es una de las lacras más corrosivas y demoledoras del fin a que Dios le destinó.

Impuso Dios a la unión del hombre y la mujer las notas de unidad e indisolubilidad en el vínculo conyugal, para asegurar la procreación digna, que pudiese proporcionar a la sociedad hombres en el verdadero sentido de esta palabra, bien formados física, intelectual y moralmente.

Santificó Jesucristo esta unión conyugal, elevándola a Sacramento, que proporcionara con la gracia sacramental todas las ayudas que fueran necesarias para que los esposos pudieran cumplir con los deberes de su elevada misión.

Pero, además, Dios quiso poner alicientes naturales que estimularan a la aceptación de las cargas de la paternidad y de los molestos cuidados inherentes a la manutención y educación física, intelectual y moral de los hijos.

Ordenó Dios que en la vida conyugal existiesen atractivos somático-psíquicos, que, con sus contenidos agradables sensitivo-afectivos, fuesen incentivos que inclinasen a la aceptación de los fines impuestos.

De donde se sigue que el uso de esos estímulos y alicientes, fuera del fin asignado por Dios, es una distorsión del plan divino, es una violación rebelde contra los preceptos de Dios.

Y fuera de este deber conyugal en el legítimo matrimonio, están gravemente prohibidos el uso y la aceptación de los atractivos sensitivo-afectivos que le están vinculados.

Y tanto más prohibidas por Dios, cuanto más se use de ellos contra la naturaleza.Dios los concedió ligados a un fin elevadísimo, un fin necesario, el de la conservación de la especie.

Y quedarse el hombre con el placer e impedir la generación a la que está ordenado por Dios, es trastocar este plan sapientísimo del Creador.

Poner obstáculos voluntarios que vicien el acto conyugal para evitar con toda diligencia la prole, eso es lo que constituye el gravísimo pecado de rebelarse el hombre contra Dios y sus leyes, al impedir el fin primordial a que Dios destinó el matrimonio.

Muy distinto es el caso en que, sin la intervención humana libre y voluntaria, no se sigue la gestación de un nuevo hombre. Ninguna culpa es imputable a los esposos aquí, “pues hay, tanto en el mismo matrimonio, como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios, verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia, cuya consecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca de aquel acto y, por ende, su subordinación al fin primario”.

Así se expresa Pío XI en la Encíclica sobre el matrimonio cristiano, Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930.El viciar voluntariamente la naturaleza del acto conyugal, eso es injuriar gravemente al Creador, que concedió para engendrar la vida todo cuanto es inherente al proceso generador.

Y viene el hombre y esteriliza eso mismo que fue destinado a ser fuente de la vida.

¡Cegar las fuentes mismas de la vida!

¡Tremenda violación del fin primario del matrimonio!

Este es el gran pecado de la actual vida matrimonial.

Se viola y se desarticula el plan de Dios con todas las prácticas anticoncepcionistas y con todas las distintas inmoralidades del onanismo.

“Los que en el ejercicio del acto conyugal lo destituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta”, dice Pío XI, quien agrega estas serias palabras:

“Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujera a los fieles que le han sido confiados, a estos errores, o al menos les confirmara en los mismos con su aprobación o doloso silencio, tenga presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez Supremo, por haber faltado a su deber, aplíquese aquellas palabras de Cristo:

“Ellos son ciegos que guían a otros ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en la hoya”.

“Y todavía se acrecienta la malicia de la violación del fin primario y esencial del matrimonio, el bien de la prole, cuando se atenta, por cualquier motivo o pretexto, contra la vida del ser ya engendrado.

Violación criminal del fin primario del matrimonio.

Tan homicidio es matar a un adulto de una puñalada o con un veneno, como el privar de la vida al alojado en el claustro materno.

Con la agravante de que aquí se mata a un inocente que no puede defenderse.

Y que, además, se le priva del derecho que tenía de poder un día ser heredero de Dios gozándole con la visión beatífica y con la posesión perfecta por toda una eternidad.

Crimen horrendo, atentatorio contra el fin primordial y esencial del matrimonio.Crimen horrendo, violador de los derechos de Dios, único y absoluto dueño de la vida, que expresamente se reserva los derechos de ella.

Crimen horrendo, porque viola el derecho inalienable a la existencia del ser ya concebido, que es derecho, base y fundamento de todos los demás derechos del hombre.Instituye Dios el matrimonio para dar la vida, y el hombre mata esa vida…

Antagonismo entre Dios bienhechor y el hombre criminal.

Por eso, cuando las pasiones humanas cometen este enorme pecado de homicidio, clama la Iglesia, y para impedir crimen tan nefando levanta su voz de Madre, castigando con excomunión a cuantos han procurado el aborto, effectu secuto, si consta ciertamente que éste se ha seguido por la acción física o moral de los que lo han procurado.

Que la Sagrada Familia, que tuvo que huir a Egipto para escapar de la malicia de Herodes y tanto se condolió de las madres de los Santos Inocentes, interceda para detener la matanza de tantos cándidos seres perpetrada en el seno mismo de sus madres por los modernos Herodes…

A esta desarticulación privada e individual, ha de añadirse la desarticulación pública y social del matrimonio.

El divorcio, la ruptura del vínculo conyugal, atentado público y social contra la indisolubilidad del vínculo matrimonial, nota esencial de la naturaleza del matrimonio, he aquí el medio de la desarticulación pública y social del matrimonio.

El divorcio se opone al fin primario del matrimonio, es decir la procreación y educación de la prole hasta la edad perfecta; y también es opuesto al fin secundario de la mutua ayuda de los esposos.

El divorcio tuvo y tiene sus propugnadores de matices sentimentalistas, y sus propugnadores de ribetes filosóficos.

Matices sentimentalistas en los que se dramatizan desavenencias conyugales, de irremediable arreglo, según dicen, en la indisolubilidad conyugal; al mismo tiempo que se poetizan idilios de amores comprendidos y correspondidos, posibles de gozarse con la existencia legal del divorcio.

Ribetes filosóficos, basados en la libertad del contrato conyugal, para de ahí probar el divorcio, es decir la libertad para anular dicho contrato.

Matices sentimentalistas, que se ciegan para no ver en la realidad de la historia los desastres individuales y sociales del divorcio.

Ribetes filosóficos, que no caen en la cuenta que, al dictaminar ellos mismos sobre el divorcio, regulando y condicionando su existencia como se hace en todas las teorías divorcistas, son ellos mismos los que anulan el principio mismo de donde le hacían nacer.

En efecto, atan y encadenan esa decantada libertad omnímoda, poniendo condiciones y regulando el divorcio.

Ribetes filosóficos que, o niegan la libertad, o necesariamente caen en el amor libre, o la libre saciedad de la sexualidad, sin más requisitos que los que a uno mismo le plazca ponerse, para abolirlos tan pronto como al mismo sujeto le venga en antojo.

Nació el divorcio de la pasión, enmascarada con el sentimentalismo y con el disfraz de traje filosófico, pero contiene algo más transcendente que la ruptura del vínculo conyugal en tal o cual caso determinado.

Se quiso con el divorcio hacer saltar en añicos el fundamento de la sociedad, que es la familia.

Se quiso demoler la familia, para que, una vez suprimida, se pudiese impunemente atacar a la Religión.

Es el divorcio un arma predilecta de ataque contra la Iglesia; es un cepo en donde, atraídas con el cebo de las pasiones, van cayendo multitudes, que, una vez aprisionadas en él, fácilmente se ha conseguido separarlas de la Iglesia.

Porque el divorcio no es una panacea que evita los conflictos conyugales, ni contiene el bien de la sociedad en que se implanta.

¡Qué bien lo ha declarado Balmes!:

“Dad rienda suelta a las pasiones del hombre; dejadle que de un modo u otro pueda alimentar la ilusión de hacerse feliz con otros enlaces, que no se crea ligado para siempre y sin remedio a la compañera de sus días, y veréis cómo el fastidio llegará más pronto, cómo la discordia será más viva y ruidosa, veréis cómo los lazos se aflojan, cómo se gastan al poco tiempo, cómo se rompen al primer impulso”.

Y, con su profundidad natural, dice Santo Tomás:

“El amor mutuo de los esposos será más fiel si ellos saben que están unidos inseparablemente: cada uno de ellos velará con más cuidado por los intereses domésticos, si comprenden que van a vivir perpetuamente en la posesión de los mismos bienes”.

El divorcio es atentatorio, por su misma esencia, contra los fines primarios y secundarios del matrimonio; es el destructor del matrimonio y de la familia; cuartea los cimientos de la sociedad.

El fin primario del matrimonio, la procreación y educación de la prole hasta la edad perfecta, queda hecho añicos por el divorcio.

Nace de la esencia del divorcio, que atiende al refinamiento egoísta del placer de los contrayentes, el secar las fuentes de la vida. El divorcio es esterilizador.

¿Para qué engendrar, si la prole concebida no trae sino cuidados, responsabilidades, gravámenes económicos, ataduras opresoras…, que impiden el gozar sin estorbos del placer egoísta de la vida?

El hijo, en el hogar divorcista, es un perturbador y un intruso.

Es una ley: el divorcio influye en la disminución de la natalidad.

Decrece la natalidad donde crece el divorcio.

¡Qué contraste! ¡El matrimonio instituido por Dios para el bien de la prole, con su nacimiento digno y su educación integral, y el divorcio demoliendo este fin primario del matrimonio!

¡Arrasar la familia, raer todo pudor y delicadeza de instinto materno en la mujer, reducir la paternidad al acto fisiológico estéril!

¿Se podrá hacer que viva la sociedad a la que se le han arrancado de cuajo los instintos fundamentales en el hombre, y se la ha dislocado del plan impuesto por Dios?

La posibilidad del divorcio despierta el deseo de realizarlo.Los amores puros y nobles se enfrían; luego se hielan; se aviva la lujuria; se encabrita la pasión, que ve posibles nuevos objetos que la sacien; entra en el hogar el nerviosismo y la intranquilidad; se hiperestesia la sensibilidad para las causas legales del divorcio; se las busca, se las pone de propósito, se las amplía.

Primero sólo será causa de divorcio el adulterio, luego el atentado contra la vida del cónyuge, luego las injurias, luego las antipatías, luego… el hastío, luego… el amor libre, sin otra norma que el capricho de la pasión y la posibilidad de saciarla.

El divorcio desemboca fatalmente en la poliandria sucesiva para la mujer, y en la poligamia sucesiva para el hombre; eufemismos que encubren las realidades de la prostitución y del harén…

Menos que pura animalidad, porque en las uniones zoológicas no se viola jamás el instinto de paternidad y maternidad, ni jamás desaparece el instinto del cuidado y defensa de la prole.

¡No tienen otras consecuencias los atentados contra los planes del Creador!

Y tal es el torrente avasallador del divorcio, que se ha llegado a la industrialización y tráfico del divorcio.Industrializarlo, cotizarlo, negociar con el divorcio.

Anuncios con reclamo de divorcios, agencias de divorcio y abogados especializados en el divorcio.

Cuestión de dinero.

Se paga la cuota, y todo corre a cargo de los industrializadores del divorcio.

El presentar la demanda, el justificar los motivos, el obtener la sentencia.

¡Pensar que se ha llevado la negociación con el vínculo conyugal a los mismos tribunales eclesiásticos!…

Claro está que encubierto por el nombre de “declaración de nulidad”, por motivos que no sólo no la prueban, sino que ni siquiera justificarían la separación sin ruptura del vínculo.

Salvo la profesión religión en una Orden religiosa, o el caso del llamado privilegio paulino, todo matrimonio legítimamente contraído entre cristianos, ratificado por el sacramento y consumado por el acto conyugal, es totalmente indisoluble.

¡Pero lo que puede el ímpetu de la pasión desbocada!No se puede disolver el vínculo cuando concurren las dichas condiciones, pero sí se puede pretender el simular que estas condiciones no han existido, y entonces… sería declarado nulo el matrimonio.

Y aquí el esfuerzo de las agencias eclesiásticas de nulidad de matrimonios.

La cuestión es poder acallar a la pasión, que está inquieta por volar a contraer un nuevo vínculo.

¿Nuevo vínculo?

¡Ni hay nulidad del primer matrimonio, ni hay posibilidad de legítimo segundo matrimonio!No hay nada más que un enorme sacrilegio, en el que han intervenido personas sacrílegamente criminales, que se han atrevido a traficar con el Sacramento.

Declamaciones sentimentalistas, ridiculeces filosóficas y sacrílegas componendas han querido corregir la plana a Dios y enmendar la doctrina de Jesucristo.

Al procurar problemáticos arreglos en casos individuales de desavenencias conyugales, han destrozado el matrimonio y arrasado el hogar.

Por atender a excepciones, se arruina a la sociedad.

Clara y serenamente, con la elevación y profundidad de su entendimiento angélico, escribía Santo Tomás:

“La rectitud natural de los actos humanos se toma, no de lo que sucede excepcionalmente a un individuo, sino de lo que conviene a toda la especie”.

Y ratificaba:

“El matrimonio, en razón de su fin principal, que es el nacimiento de la prole, está ordenado principalmente al bien común, aunque en razón de su fin secundario sea ordenado también al bien de los esposos, en cuanto el matrimonio es para el remedio de la concupiscencia.

Por eso, en las leyes del matrimonio se atiende más bien a lo que conviene a todos que a lo que conviene a uno solo.

Así que cuando la indisolubilidad del matrimonio impidiese, en un caso particular, el bien de la prole (por ejemplo, en caso de relativa esterilidad), de suyo lo protege, sin embargo, comúnmente”.

El pretendido e hipotético arreglo del caso particular, lleva intrínsecamente la ruina y desquiciamiento de toda la institución matrimonial y familiar.

Y es que se ha sustituido la Moral de Jesucristo, por el principio destructor de toda moralidad.

A la Doctrina de Jesucristo sobre el matrimonio, cimentada en los deberes conyugales para el bien de la prole y de la sociedad, se la ha querido sustituir por la de la saciedad del egoísmo como norma única de moralidad.

Se ha propalado: “cesa el deber, cuando origina incomodidad”; “no hay obligaciones, cuando exigen sacrificios”; “la ley desaparece, en cuanto es penoso su cumplimiento”; y de estas premisas no han podido deducir más que esta consecuencia:

“la ley de toda moral es el propio placer“.

Y con esta ley, se comprende perfectamente que se rompa el vínculo conyugal, que sujeta; que se evite la natalidad, que es carga; que se descuide la formación de los hijos, (tenidos al acaso tal vez), porque es preocupación y molestia; que, en una palabra, se desarticule la esencia del matrimonio en su fin primario.

Con esta ley, de hacer norma de la moral al principio del placer, se comprenden las infidelidades conyugales; se comprende la violación de los contratos; se comprende la relajación de todo lazo que exija vencimiento y subordinación a la comparte; se comprende, en una palabra, que se conculquen todos los fines secundarios del matrimonio.

Y lo gravísimo en el divorcio admitido es esto: que está admitido, esto es, que se le cubre con apariencias de legitimidad.

No es ya la violación individual del vínculo matrimonial, es la violación social y pública de la doctrina de Jesucristo referente al matrimonio.

No se pueden dislocar los miembros y perturbar las funciones del organismo, sin sufrir las consecuencias del dolor y de la muerte.

No se puede atentar contra la doctrina de Jesucristo, sin sufrir socialmente las fatales consecuencias que hemos visto: el matrimonio cristiano dislocado por el divorcio, sumido en el fango del apetito pasional más que bestializado, esterilizando las fuentes de la vida, abandonando la prole, criminalizando la sociedad y poniendo como norma de la ley el egoísmo del placer…

Católicos… matrimonios católicos… en este ocaso del mundo, con vuestra conducta, dignificad el hogar, santificad vuestro hogar.

Con vuestro influjo trabajad, en vuestro entorno inmediato, por el mantenimiento del matrimonio y del hogar en la doctrina de Jesucristo.

No sólo obtendréis así vuestra propia felicidad, sino que conseguiréis el bien básico de la sociedad.

Que la Sagrada Familia de Jesús, María y José, bendigan a todos los hogares verdaderamente cristianos; los sostenga y fortalezca; y obtenga para sus miembros las gracias especiales para santificarse en estos tiempos tan difíciles como dramáticos.

P. Juan Carlos Ceriani

jueves, 13 de enero de 2011

EL AUTÉNTICO SIGNIFICADO DE LA EMBESTIDA CONTRA EL CRUCIFIJO

“Su memoria está por doquier.
En las paredes de las iglesias y de las escuelas,
en las cimas de los campanarios y de los montes,
en las ermitas de los caminos,
a la cabecera de las camas y sobre las tumbas,
millones de cruces recuerdan la muerte del Crucificado.
César ha dado, en sus tiempos, más ruido que Jesús,
y Platón enseñaba más ciencias que Cristo.
Todavía se habla del primero y del segundo;
pero ¿quién se acalora por César o contra César?
Y ¿dónde están hoy los platonistas o los antiplatonistas?
Cristo, por el contrario, está siempre vivo entre nosotros.
Hay todavía quien le ama y quien le odia.
Hay una pasión por la Pasión de Cristo y otra por su destrucción.
Y el encarnizamiento de tantos contra Él dice que no está todavía muerto.
Los mismos que se esfuerzan en negar su existencia y su doctrina
se pasan la vida recordando su nombre”.


Giovanni Papini

Cuando Plutarco Calles levantó triunfante su copa, exclamando que la guerra desatada contra la Iglesia ya llevaba dos mil años, el desdichado no tenía idea de lo importante que serían sus palabras para recordarles a los católicos -cuando ellos lo olvidaran- la sentencia de Job: la vida sobre la tierra no puede ser sino milicia.

Ayer amenaza, hoy esta frase resulta consoladora para los que observan perplejos cómo los referentes religiosos optan sistemáticamente por la omisión de toda hipótesis de conflicto cuando las cuestiones religiosas y las públicas comienzan a rozarse, tal como está ocurriendo a propósito del debate en torno a los símbolos religiosos en los espacios públicos, concretamente en torno al Crucifijo.

Tanto la frase de Calles como las palabras de Voltaire -que pronosticó la muerte de la Iglesia- desempolvan en el momento actual viejas verdades, que de tan olvidadas que estaban parecen nuevas.

El odio al crucifijo nos recuerda la guerra al Crucificado.

Los mencionados proyectos provenientes de Europa han sido objeto de distintas declaraciones; también en nuestro país algunas figuras se pronunciaron.

No es sorpresa observar -en uno y en otro territorio- a las fuerzas socialistas, socialdemócratas y liberales unidas en pos de un mismo objetivo: la erradicación del crucifijo.

La misma liga de ateos racionalistas del viejo continente impulsa esta medida.

Si todas estas fuerzas combaten al catolicismo, éste a su turno condenó sus principios, ideología, praxis, sus innumerables crímenes, sus bajezas conocidas, su moral acomodaticia, su ambición desordenada.

El proyecto abreva en el espíritu laicista: la pretensión moderna de separar (no sólo distinguir) lo sobrenatural de la naturaleza, relegando lo primero al ámbito privado y subjetivo, mientras que lo segundo sería el ámbito de las cosas como son, independiente de las “respetables” pero, al fin de cuentas, íntimas creencias.

Así definida, la religión -siempre y cuando se guarde de trascender esas fronteras- no sería criticable.

Pero los crucifijos están en zonas públicas.

De esta suerte, el laicismo -luego de pretender destronar a Cristo como Rey de las sociedades- busca eliminar los vestigios de un Orden Social que fue cristiano.

Si este proceso pasó, entre otros momentos, por la supresión los nombres cristianos tales como María, Bautista, José, Trinidad, Isabel, Magdalena (como lo admitieron anarquistas y comunistas), hoy el movimiento de “desmitificación” de la realidad encuentra nuevos adversarios.

Quienes profesan las ideologías mencionadas se atribuyen de este modo esa autoridad para “fiscalizar la realidad”, criticando sobre lo criticado y objetando todo aquello que remita a una “realidad problemática”, cuya existencia se permiten dudar o negar.

La humanidad habría sido víctima fatal de las alienaciones religiosas, de superestructuras de dominación ancladas en la fe; pero esta esclavizante superstición -por suerte- encontraría su freno gracias a ese quitar la máscara, propio de esta directiva laicista.

De ahí que todos los signos que remitan a lo religioso, que religuen con lo Absoluto, sean vistos como una amenaza.
Corrijamos: no sólo son vistos.

Lo son, realmente.

Son una amenaza para los que pretenden silenciar el Nombre del Salvador; son un índice admonitor que señala inequívocamente una culpa; son testimonio de una Ciudad Católica que adoptó la fe no por casualidad sino por convicción.

Cada signo, cada palabra, cada nombre cristiano, cada crucifijo, es un rugido de la memoria.

Un testigo insobornable.

Podemos comparar este nerviosismo ante los crucifijos con la actitud de quien pretende borrar las huellas de su propio crimen.

Así como el asesino suele volver a la escena del crimen para eliminar cualquier indicio, pista, señal que pudiese denotar su presencia y acción, los que han eliminado a Dios de la conciencia -o quieren creer haberlo hecho- necesitan ahondar este deicidio.

A tal fin, borran todo vestigio, toda huella, toda sugerencia que pudiera mover a cualquiera a pensar en Aquél, más íntimo a nosotros que nosotros mismos.

Nos dimos cuenta de lo que significa el crucifijo cuando lo pretendieron quitar.

Este error del laicismo y sus secuaces conserva, a pesar de todo, su propia lógica: un estado laico -neutro en materia religiosa, escéptico o deísta respecto a la existencia de Dios; en la práctica ateo, ciertamente- no puede tolerar los símbolos religiosos.

Son contradictorios con su esencia. Y por ello tiene lugar aquí la intolerancia laicista. Y al señalarla no estamos -como quizá alguno pudiera pensar- pronunciado una descalificación.

Porque esta intolerancia es un efecto inevitable de haber percibido dos contradictorios: el relativismo -camaleónico por definición- y la cosmovisión católica, defensora de lo inalterable.

Esta intolerancia es consecuencia de la percepción de una suprema evidencia: entre el símbolo del Dios que no cambia, por un lado, y la Ciudad Plural, Democrática, Escéptica y Relativista contemporánea, por otro, no puede haber convivencia posible.

Que no nos duela decirlo: tienen razón.

Cristo no puede coexistir con la filosofía del cambio por el cambio, propia de la polis contemporánea.

He aquí una premisa inicial -y compartida con nuestros adversarios- pero cuya conclusión no debiera llevarnos a retirar el crucifijo, sino a mandar directamente al retrete esa mentalidad relativista y su ordenamiento político.

Debido a esta irreductibilidad en el origen, a esta incompatibilidad inicial y radical, resultan endebles ciertas reacciones ante este proyecto, puesto que siguen discutiendo dentro de un margen signado por la misma mentalidad a la que supuestamente deberían enfrentarse.

La Comisión Permanente del Episcopado español emitió una Declaración sobre la exposición de símbolos religiosos cristianos en Europa (1), en la cual afirma: “la presencia de símbolos religiosos cristianos en los ámbitos públicos, en particular la presencia de la cruz, refleja el sentimiento religioso de los cristianos de todas las confesiones…”.

Son varias las observaciones que podrían hacerse. Leemos que el crucifijo -entre otros símbolos- tiene que coronar lo público debido a motivos sentimentales, subjetivos.

No se dice, ciertamente, porque haya un derecho real de Cristo a encabezar la sociedad, en tanto Rey de las naciones.

¿A qué cosmovisión obedece tal afirmación? Ciertamente, a la relativista.

Ahora bien, ¿no cabe acaso una réplica?

¿Por qué no aceptar entonces la posibilidad que los laicistas quieran eliminar el crucifijo también por alegadas cuestiones sentimentales?

¿Habría forma alguna de medir qué sentimiento prima sobre otro?

Por lo demás, la frase desliza la igualación de los cristianos no católicos con los católicos, olvidando que el protestantismo tuvo su origen histórico en un pecado contra la fe, llamado herejía.

El crucifijo no es -como continúa diciendo la declaración- “expresión de una tradición a la que todos reconocen un gran valor y un gran papel catalizador en el diálogo entre personas de buena voluntad”.

Su carácter simbólico excede y trasciende una cuestión sociológica, para enmarcarse en un significado propiamente religioso.

Simboliza al Redentor del hombre, que convirtió al madero de tormento en madero de salvación.

La Cruz simboliza la oposición inflexible entre Dios y el mundo que lo ha crucificado.

Por eso la maldice el judío retratado por José María Pemán:

“Maldita porque el cruce de tus rayas es el punto sin forma: pura idea sin carne, ni materia, ni medida; centella del espíritu que se me escurre, como un pez, por entre mis dedos temblorosos de poder”.

Por eso, ni todos le reconocen un gran valor, ni ha tenido el papel de catalizador en el diálogo: no es el instrumento bonachón que permite a dos buenazos tomar juntos un café y discutir algunas ideas sin matarse. Como lo ha profetizado Simeón, Cristo -que luego del Viernes Santo ya es indivisible de la Cruz- es signo de contradicción. Por eso se permitió decir:

“Yo no he venido a traer la paz, sino la espada”.

La declaración continúa alegando que los símbolos religiosos que se pretende retirar han sido la fuente de la ética y del derecho, “fecundas en el reconocimiento, la promoción y la tutela de la dignidad de la persona”.

Curiosamente, este argumento se esgrime frente a liberales, socialdemócratas y socialistas, los cuales sólo ven en el hombre una pasión inútil, o en otros casos lo reducen a un bípedo que ingiere hidratos de carbono, cuando no lo consideran un puro animal capaz de realizar cálculos racionales o incluso el resultado azaroso de una evolución seleccionada sin seleccionador.

Entonces, cuando pronunciamos la palabra persona,

¿pensamos en las mismas cosas?

¿Basta la unidad de la palabra para que estemos hablando de la misma realidad?

Lamentablemente no.

Pero entonces, ¿de qué sirve promover la dignidad de la persona si lo que se promueve no es lo mismo?

¿Cuál es el significado de la embestida laicista contra el crucifijo? Creemos que la clave se halla aquí: el laicismo no quiere quitar el crucifijo porque no haya sido esencial “en la cultura y tradición europea”, ni porque no promueva “el altruismo y la generosidad”, ni porque violente la “libertad religiosa” de otros.

No, no, no. Aquí los laicistas tienen razón. Interesa quitar el crucifijo no a pesar de lo que significa, sino por todo lo que significa.

No les interesa como expresión folklórica o anecdótica de una respetable pero perimida cultura cristiana; les interesa en cuanto puede suscitar en el siglo XXI las gestas del XI, cuando los hombres guerreaban por las más altas causas y no -como hoy- por el petróleo en Medio Oriente.

Importa el crucifijo en tanto reflejo de la consigna constantina: In hoc signo vinces.

La imitación de tales ejemplos, hoy día, sería objeto de nerviosismo. Imaginemos una presencia que proclama objetividad en un mundo signado por el subjetivismo, una convicción férrea en un mundo donde todo se negocia, un lenguaje claro e inequívoco en un espacio donde éste servía únicamente para construir “efectos de verdad”, unido indisolublemente al consenso.

Habría motivos para preocuparse.

Aclarémoslo una vez más: no les interesan los “sentimientos” que subjetiva, parcial y relativamente pueda causar el crucifijo.

Importa en tanto vehículo y emisario de realidades, no de interpretaciones.

No su valor subjetivo, sino su potencia objetiva. Los acosa su carácter testimonial, porque las palabras que el crucificado pronunció le valieron la muerte tanto a Él como a los millones de mártires que desde hace 2000 años las vienen repitiendo.

A los escépticos, relativistas y democráticos -entonces- les inquieta la presencia de un símbolo que remita a una Verdad inflexible, la cual ni todas las lucubraciones ideológicas podrán tumbar.

No les quita el sueño una solidaridad mundana sino una caridad sobrenatural, llena de ardor, celo y santa cólera.

Una caridad que ve en el crucifijo el símbolo de lo inalterable.

Les aterra el testimonio de lo que no muta en un mundo que cambia constantemente.

Por eso quieren quitar el crucifijo.

“Maldita tú la Cruz porque tú tienes la esbeltez de los álamos junto a la paz del río en el amanecer.

Maldita tú porque eres recta y sin curva como la Verdad”.

No los entienden ni los pueden entender a los laicistas quienes pretendiendo contradecirlos, incurren en contradicción.

Porque el planteo contrario al crucifijo es lógico: monstruosamente lógico. No hay diferencia entre conceder el principio del Estado Laico, negando sus consecuencias, a enfrentar un tiburón con una pistola de agua: todo lo que podamos decir cae dentro de sus postulados en calidad de consecuencia derivada.

Lo más que podremos hacer es demorar el mal.

Pero dentro del esquema laicista no es un mal -sólo fuera de él lo es- sino una posibilidad lógica en concordancia con la premisa inicial.

¿Por qué es malo algo incluido en un principio que libremente acepto?

Si la consecuencia no deseada está ligada al principio,

¿por qué no niego el principio?

Pero si consiento el principio laicista,

¿por qué es mala la conclusión que se deriva lógicamente de él?

Para oponerse a esta embestida laicista contra el crucifijo, es necesario comprenderla. Todo esto se trata de la Revolución Permanente.

Como han explicado autores como Chesterton, Hello, Pascal -entre otros- presenciamos la locura del hombre abandonado a la sola razón, divorciado a priori de la fe, que naufraga en el mundo como nadando con un solo brazo.

Asistimos a la desvergonzada demencia del que ha hecho de la crítica su ídolo, rindiéndole adoración e hincando su rodilla.

Para este tipo de hombre, el objeto de conocimiento no importa tanto como su certeza.

Por eso exige que todo dato -antes de ser admitido- pase por su aduana fiscalizadora criticista.

Anhela que toda verdad se prosterne ante su ambición de juzgarlo todo.

Demanda que las cosas sean deglutidas por esa razón golosa que, víctima de la sofística, reclama que absolutamente todo sea probado antes de ser aceptado.

“Por una demencia inconcebible y por una aberración inexplicable, el hombre, hechura de Dios, cita ante su tribunal al mismo Dios, que le da el tribunal en que se asienta, la razón con que le ha de juzgar y hasta la voz con que le llama”.

La actitud de estos hombres es la de juzgar la verdad con su razón, en lugar de someter dócilmente su razón a la verdad.

Su único modelo de racionalidad se halla reducido a técnica y praxis, refractarias de la sana filosofía y de la verdadera fe, incapaz de dirigirse a ellas sin sospechas -ya en su faz marxista, ya en su faz psicoanalítica y siempre en su faz sicótica.

Una razón que ha construido en su solitaria factoría un discurso que vive de volver odiosas todas las cosas buenas.

Esta razón adulterada no puede sino pronunciar sucias palabras respecto de Dios:

“Y las blasfemias llaman a otras blasfemias, como el abismo a otro abismo; la blasfemia que le emplaza va a parar a la blasfemia que le condena o a la blasfemia que le absuelve.

Absuélvale o condénele, el hombre que en vez de adorarle le juzga, es blasfemo” (2).

El laicismo acaba siendo una ideología de víctimas y victimarios destinados al manicomio: padecen la asfixia del que se niega por principio a la acción santificadora de lo sobrenatural, del que se cierra a la sola posibilidad de la gracia, del que se amputa el oído, principio de la fe; del que castra su deseo inagotable de lo Absoluto.

Pero quitado lo sobrenatural -al decir de Chesterton- la naturaleza misma queda también herida, tambaleante.

Por eso vemos que los hijos de aquellos que empezaron negando la Revelación en pro de “la racionalidad”, hoy descienden vertiginosamente hacia tesis cada vez más irracionales.

Por eso deifican ese derecho egoísta, infértil, estéril y narcisista a la duda y a la crítica de todo.

Hay en ellos como una oscura e irracional fe en la nada.

Encontrarían la salud si aceptaran, humildemente, que ni todo puede ser probado, ni hay necesidad de ello: “es imposible comprobarlo todo”, dice Aristóteles desde las páginas de la Metafísica, puesto que para ello sería necesario caminar hacia el infinito.

Aquella pretensión es fruto del orgullo. Que “hay” una verdad es evidente: negándola, la afirmamos.

Pero esta afirmación no debe ser juzgada, sino que debe convertirse en la base, el cimiento, para poder juzgar:

“La inteligencia, como presencia de la verdad en la mente, está siempre en la verdad; mi mente y toda mente humana, en este sentido, es como una libre prisionera de la verdad.

Aunque quisiera deshacerse de ella, llevada por un odio a la verdad, no podría hacerlo: la verdad habita en nosotros y al hacerlo está en su propia casa” (3).

Por eso concluye Sciacca:

“Es evidente que no hay juicio con el que pueda destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del juicio con el que se pretendiera destruirla!

No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o anonaden mi razón.

Mi yo profundo, perenne, inmortal -como la verdad, perenne, eterna- no es el yo racional propiamente dicho, sino el yo inteligente, que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la locura y de la muerte” (4).

No es la batalla entre la razón y la fe, entre la racionalidad y la religión. Es la batalla entre dos modos distintos de confiar: los que apuestan a la nada y los que apuestan a la verdad.

Por eso dice el precitado Donoso Cortés: “el hombre vive siempre sujeto a la fe… cuando parece que deja la fe por su propia razón, no hace más sino dejar la fe de lo que es divinamente misterioso por la fe de lo que es misteriosamente absurdo” (5).

¿Acaso no asistimos a esta borrachera de lo absurdo, de lo irracional?

¿Derechos de los animales?

¿Maestros que no enseñan?

¿Alumnos que no aprenden?

¿Cultura de lo feo, de la náusea, de lo marginal?

¿Matrimonio entre dos varones?

¿Derecho al filicidio?

¿Varones que quieren ser mujeres?

¿Mujeres que quieren ser varones?

¿Delincuentes sin castigos?

¿Fuerzas del orden que no ponen orden?

¿Padres que no quieren tener hijos?

¿Sacerdotes que desean tenerlos?

¿Dónde está lo ridículo, lo disparatado?

¡Qué proféticas resultan las palabras de Chesterton!: “en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de esa autoridad humana…

Con un rudo y sostenido tiroteo, hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le arrebatamos la cabeza” (6).
* * *
Coinciden los demonólogos en señalar como indicio probable de infestación demoníaca la aversión a lo sagrado, sobre todo al crucifijo.

En un mundo que se ha enfriado para todo, el repentino e imprevisto odio hacia el símbolo de la Cruz señala una tremenda potencia que anida en el corazón del hombre, por más anestesiada de bienestar que se la suponga: el odio.

Y ese odio es un timbre de alerta para los que reconocemos en el crucifijo la salvación del mundo.

El odio a Cristo nos recuerda la guerra contra Cristo.

Y la guerra contra Él nos recuerda la guerra por Él.

Si la civilización actual se encuentra bajo los signos de la posesión demoníaca, mal puede expulsarse al Adversario que ha tomado posesión de ella en nombre de tradiciones históricas y culturales, mayorías accidentales, tratados internacionales u otros débiles argumentos.

Únicamente en Nombre de Dios es posible exorcizar a los demonios.

(1) http://www.conferenciaepiscopal.es/actividades/
(2) Donoso Cortés, Ensayo sobre Catolicismo, liberalismo y socialismo, en su Obras escogidas, Poblet, Buenos Aires, 1943, págs. 574-575.
(3) Sciacca, Federico Michele. La existencia de Dios, Richardet, Tucumán, 1955, pág. 65.
(4) Ídem, pág. 66.
(5) Donoso Cortés, Ensayo sobre… ídem, pág. 817.
(6) Chesterton, Ortodoxia, Excelsa, Buenos Aires, 1943, pág. 55.
Juan Carlos Monedero (h)

viernes, 7 de enero de 2011

LA ADORACION DE LOS TRES REYES MAGOS

El efluvio de resplandor se hace más vivo.
La estrella se detiene encima de la casita que está situada en el lado más corto de la plazuela.
Ni los que en aquélla habitan ni los betlemitas la ven, pues están durmiendo en sus casas cerradas.
Pero la estrella acelera sus latidos de luz; su cola vibra y ondula más intensamente trazando casi semicírculos en el cielo, que se ilumina todo por la red de astros que la estrella arrastra, por esta red llena de joyas resplandecientes que tiñen de los más hermosos colores a las otras estrellas, casi como si les transmitieran una palabra de alegría.

La casita ahora está toda bañada de este fuego líquido de gemas.
El techo de la breve terraza, la escalerita de piedra oscura, la pequeña puerta… todo es como un bloque de pura plata sembrado todo de polvo de diamantes y perlas.
Ningún palacio de la Tierra ha tenido jamás, ni la tendrá, una escalera como ésta, hecha para recibir el paso de los ángeles, para ser usada por la Madre que es Madre de Dios; sus pequeños pies de Virgen Inmaculada pueden apoyarse sobre ese cándido esplendor, esos sus pequeños pies destinados a descansar sobre los escalones del trono de Dios.
Y, sin embargo, la Virgen está ajena de ello; Ella vela orante junto a la cuna de su Hijo.
En su alma tiene resplandores que superan a éstos con que la estrella embellece las cosas

Por la calle principal avanza una caravana.
Caballos enjaezados, caballos guiados de las riendas, dromedarios y camellos montados o que transportan su carga.
El sonido de los cascos produce un rumor como el del agua de un torrente cuando roza las piedras y choca contra ellas.
Llegados a la plaza, todos se detienen. La caravana, bajo la luz radiante de la estrella, tiene un esplendor fantástico.
Los jaeces de las riquísimas cabalgaduras, los indumentos de sus jinetes, las caras, los equipajes… todo resplandece, uniendo y avivando su brillo de metal, de cuero, de seda, de piedras preciosas, de pelaje… con el brillo estelar.
Y los ojos relucen, y ríen las bocas, porque en los corazones se ha encendido otro fulgor: el de una alegría sobrenatural.

Mientras los siervos se encaminan hacia el caravasar con los animales, tres de la caravana se bajan de sus repectivas cabalgaduras; un siervo las conduce inmediatamente a otra parte, y ellos, a pie, se dirigen hacia la casa.
Se postran, rostro en tierra, para besar el suelo. Son tres potentados, a juzgar por sus riquísimas vestiduras.

Uno de ellos, de piel muy oscura, que se ha bajado de un camello, se arropa con una toga de cándida seda esplendente; ciñen su frente y su cintura preciosos aros; del de la cintura pende un puñal o una espada, cuya empuñadura está cuajada de gemas.
Los otros dos, que montaban espléndidos caballos, están vestidos así: uno, de paño de rayas bellísimo en que predomina el color amarillo, elaborado a manera de dominó, largo, ornado con capucha y cordón, tan recamados que parecen una única labor de filigrana de oro; el otro lleva una camisa sedeña, que, formando bolsas, sobresale del pantalón amplio y largo ceñido a los pies, y va envuelto en un finísimo chal, tan ornado todo él de flores y tan vivas éstas, que asemeja a un jardín florido, y lleva en la cabeza un turbante sujetado por una cadenita, toda ella con engastes de diamantes.

Tras haber venerado la casa en que está el Salvador, se ponen de nuevo en pie y se dirigen al caravasar, ya abierto a los pajes que se habían adelantado para llamar a la puerta.

Y aquí cesa la visión. 5 Tres horas después vuelve: es la escena de la adoración de los Magos a Jesús.

Ahora es de día.
Un hermoso Sol resplandece en el cielo de la tarde.
Un paje de los tres Magos cruza la plaza y sube la escalerita de la casa. Entra.
Vuelve a salir.
Regresa a la posada.

Salen los tres Sabios, cada uno seguido de su propio paje.
Atraviesan la plaza.
Los escasos transeúntes se vuelven a mirar a estos pomposos personajes que pasan muy lentamente, con solemnidad.
Entre cuando el paje ha entrado y la entrada de éstos, ha transcurrido ampliamente un cuarto de hora; los habitantes de la casita así han podido prepararse para recibir a los que llegan.

EL POEMA DEL HOMBRE-DIOS

Los tres están vestidos aún más ricamente que la noche precedente.
Las sedas resplandecen, las gemas brillan, un gran penacho de preciosas plumas, sembrado de escamas aún más preciosas, ondula trémulo e irradia destellos sobre la cabeza del que lleva el turbante.

Los pajes llevan: uno, un cofre todo taraceado, cuyos refuerzos metálicos son de oro burilado; el segundo, una labradísima copa, cubierta por una aún más labrada tapa, toda de oro; el tercero, una especie de ánfora ancha y baja, también de oro, cubierta con una tapa en forma de pirámide en cuyo vértice hay un brillante.
Debe pesar, pues los pajes lo llevan con esfuerzo, especialmente el del cofre.

Suben por la escalera y entran.
Entran en una habitación que va de la parte de la calle al dorso de la casa.
Por una ventana abierta al sol, se ve el huertecillo posterior.

Hay puertas en las otras dos paredes; desde ellas los propietarios curiosean.
Estos son: un hombre, una mujer y, entre jovencitos y niños, tres o cuatro.

6 María está sentada con José, en pie, a su lado.
Tiene al Niño en su regazo.
No obstante, cuando ve entrar a los tres Magos, se levanta y hace una reverencia.
Está toda vestida de blanco.
¡Qué hermosa, con su sencillo vestido blanco que la cubre desde la base del cuello hasta los pies, desde los hombros hasta sus delgadas muñecas; qué hermosa, con su cabeza pequeña coronada de trenzas rubias, con ese rostro suyo más vivamente rosado por la emoción, con esos ojos que sonríen dulcemente, con esa su boca que se abre para saludar diciendo:
«Dios sea con vosotros»!
Tanto es así, que los tres Magos, impresionados, se detienen un instante.
Pero luego caminan otro poco y se postran a sus pies.
Y le ruegan que se siente.

Ellos no, no se sientan, a pesar de los ruegos de Ella; permanecen de rodillas, relajados sobre los talones.
Detrás, también de rodillas, los tres pajes; se han detenido apenas traspasado el umbral de la puerta, han depositado delante de ellos los tres objetos que llevaban y están esperando.

Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que puede tener de nueve meses a un año, pues su aspecto es muy vivaz y pujante; está sentado sobre el regazo de su Mamá, y sonríe y balbucea con una vocecita de pajarillo.
Está vestido todo de blanco como su Mamá; en sus diminutos piececitos, unas pequeñas sandalias.
Es un vestidito muy sencillo: una tuniquita de la que sobresalen los bonitos piececitos inquietos y las manitas gorditas que querrían agarrar todas las cosas, y, sobre todo, la lindísima carita en que brillan los ojos azul oscuros y la boca hace hoyitos a los lados riendo y descubriendo los primeros dientecitos diminutos. Los ricitos de Jesús son tan lúcidos y vaporosos, que parecen polvo de oro.

El más anciano de los Sabios toma la palabra en nombre de los tres, para explicarle a María que durante una noche del pasado diciembre vieron encenderse una nueva estrella en el cielo, de inusitado esplendor.
Jamás las cartas del cielo habían registrado ese astro, jamás lo habían mencionado.
No se conocía su nombre, porque no lo tenía.
Nacida, entonces, del seno de Dios, esa estrella había brillado para manifestar a los hombres una bendita verdad, un secreto de Dios.
Pero los hombres no le habían prestado atención, porque tenían hundida el alma en el fango; no alzaban la mirada hacia Dios y no sabían leer las palabras que El escribe –alabado sea eternamente por ello– con astros de fuego en la bóveda del cielo.

Ellos la habían visto y se habían esforzado por entender su voz.
Y, perdiendo contentos el poco sueño que concedían a sus miembros, y aun olvidándose del alimento, se habían sumido en el estudio del zodiaco; las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían dicho el nombre y el secreto de la estrella.
Su nombre: "Mesías"; su secreto: "ser el Mesías venido al mundo".
Y se habían puesto en camino para adorarle. Cada uno de ellos sin que los otros lo supieran.
Por montes y desiertos, por valles y ríos, viajando incluso durante la noche, habían venido hacia Palestina, porque la estrella se movía en esa dirección.
Para cada uno de ellos, desde tres puntos distintos de la tierra, se movía en esa dirección.
Se habían encontrado después del Mar Muerto.
La voluntad de Dios los había reunido allí, y juntos habían continuado, comprendiéndose a pesar de que cada uno hablaba su propia lengua, y comprendiendo y pudiendo hablar la lengua del país por un milagro del Eterno.

Juntos se habían dirigido a Jerusalén, dado que el Mesías debía ser el Rey de esta ciudad, el Rey de los judíos; pero en el cielo de esa ciudad la estrella se había ocultado, sintiendo ellos rompérseles de dolor el corazón, y se habían examinado para saber si quizás se hubieran hecho indignos de Dios.
Pero, habiéndolos tranquilizado su conciencia, fueron adonde el rey Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los judíos que ellos habían venido a adorar.
El rey, convocados los príncipes de los sacerdotes y los escribas, había interrogado acerca del lugar en que podía nacer el Mesías, a lo que éstos habían respondido:

-«En Belén de Judá».

Y habían venido hacia Belén.
La estrella, dejada ya la Ciudad santa, había aparecido de nuevo ante sus ojos, y, de noche, el día anterior había aumentado sus resplandores: el cielo todo era un fuego; luego se había parado sobre esta casa, reuniendo toda la luz de las otras estrellas en su haz luminoso.
Así, habían comprendido que ahí estaba el Nacido divino.
Y ahora le estaban adorando, ofreciendo sus pobres presentes y, sobre todo, su propio corazón, el cual jamás cesaría de bendecir a Dios por la gracia concedida y de amar a su Hijo, cuya santa Humanidad estaban viendo.
Luego volverían a informar al rey Herodes, pues también él deseaba adorarle.

8 -«Este es el oro que a todo rey corresponde poseer; esto, el incienso, como corresponde a Dios; y esto, ¡Oh Madre!, esto es la mirra, porque tu Hijo es, además de Dios, Hombre, y habrá de conocer, de la carne y de la vida humana, la amargura y la inevitable ley de la muerte.
Nuestro amor quisiera no pronunciar estas palabras y concebirle eterno también en la carne como eterno es su Espíritu.
Pero, ¡Oh Mujer!, si nuestros mapas, y, sobre todo, nuestras almas, no yerran, El es, este Hijo tuyo, el Salvador, el Cristo de Dios, y, por tanto, deberá, para salvar a la Tierra, cargar sobre sí mismo el peso del mal de la Tierra, uno de cuyos castigos es la muerte.
Esta resina es para esa hora, para que la carne santa no conozca la podredumbre de la corrupción y conserve la integridad hasta su resurrección.
¡Y que por este presente nuestro El se acuerde de nosotros y salve a sus siervos dándoles su Reino!».

De momento –añade– Ella, la Madre, para ser santificados por El, dé a su Niño

-«a nuestro amor, para que, besando sus pies, descienda sobre nosotros la bendición celeste».

María, que ha superado la turbación suscitada por las palabras del Sabio y ha celado la tristeza de la fúnebre evocación bajo una sonrisa, ofrece al Niño.
Lo deposita en los brazos del más anciano, que le besa –y Jesús le acaricia– y luego le pasa a los otros dos.

Jesús sonríe y juguetea con las cadenitas y las cintas de los indumentos de los tres, y mira con curiosidad el cofre abierto, lleno de una cosa amarilla que brilla, y ríe al ver que el sol hace un arco iris al herir el brillante de la tapa de la mirra.

9 Los tres Magos devuelven el Niño a María y se levantan.
También se pone en pie María.
Inclinan mutuamente la cabeza en gesto de reverencia.
Antes el más joven había dado una orden al siervo y éste había salido.
Los tres siguen hablando todavía un poco.

No saben decidirse a separarse de esa casa.
Lágrimas de emoción en sus ojos…
Al final se dirigen hacia la salida acompañados por María y José.

El Niño ha querido bajar y darle la manita al más anciano de los tres, y anda así, de la mano de María y del Sabio, los cuales se inclinan para tenerle de la mano.
Jesús, con su pasito todavía inseguro de infante, ríe, golpeando con sus piececitos sobre la franja que el sol dibuja en el suelo.

Llegados al umbral de la puerta –téngase presente que la habitación tenía la misma largura de la casa– los tres se despiden arrodillándose una vez más y besando los piececitos de Jesús.
María, inclinada hacía el Pequeñuelo, le toma la manita y la guía y hace así ésta un gesto de bendición sobre la cabeza de cada uno de los Magos.
Es éste ya un signo de cruz trazado por los pequeños dedos de Jesús, guiados por María.

Tras ello, los tres bajan la escalera.
La caravana ya está ahí esperando preparada.
Los bullones de las cabalgaduras reflejan el Sol del ocaso.
La gente se ha agolpado en la placita para ver este insólito espectáculo.

Jesús ríe dando palmadas con sus manitas.
Su Mamá le ha alzado y le ha apoyado en el ancho parapeto que limita el descansillo, y le tiene con un brazo sujeto contra su pecho para que no se caiga.
José, que ha bajado con los tres Magos, sujeta a cada uno de ellos el estribo al subirse éstos a los caballos o al camello.

Ya todos, siervos y señores, están a caballo.
Se da orden de marcha.
Los tres, como último saludo, se inclinan hasta tocar el cuello de la cabalgadura.
José hace una reverencia.
María también, volviendo a guiar la manita de Jesús en un gesto de adiós y bendición.
MARIA VALTORTA.